Curiosamente, a contracorriente de ese proceso, considerado por algunos como la inauguración de una nueva era geológica –el antropoceno y el necroceno– es decir, la sistemática destrucción de vidas perpetradas por el propio ser humano, irrumpen los pueblos originarios, portadores de una nueva conciencia y de una vitalidad reprimida durante siglos. Están rehaciéndose biológicamente y surgiendo como sujetos históricos. Su manera de relacionarse amigablemente con la naturaleza y la Madre Tierra los hace nuestros maestros y doctores. Se sienten tan unidos a estas realidades que al defenderlas se están defendiendo a sí mismos.
Fue un gran error de los invasores europeos llamarlos “indios”, como si fuesen habitantes de una región de la India que todos buscaban. Ellos, en realidad, se llamaban con diferentes nombres: Tawantinsuyo, Anauhuac, Pindorama, entre otros. Prevaleció el nombre de Abya Yala, dado por el pueblo Kuna del norte de Colombia y de Panamá que significa “tierra madura, tierra viva, tierra que florece”. Eran pueblos con sus nombres: taínos, tikunas, zapotecas, aztecas, mayas, olmecas, toltecas, mexicas, aymaras, incas quechuas tapajós, tupís, guaranís, mapuches... y cientos de otros. La adopción del nombre común, Abya Yala, forma parte de la construcción de una identidad común, en la diversidad de sus culturas, y expresa las articulaciones que los unen en un inmenso movimiento que va del norte al sur del continente americano. En 2007 celebraron la Cumbre de los Pueblos de Abya Yala.
Pero sobre ellos pesa una vasta sombra que fue el exterminio infligido por los invasores europeos. Ocurrió uno de los mayores genocidios de la historia. Por guerras de exterminio o por enfermedades traídas por los blancos contra las cuales no tenían inmunidad, por trabajos forzados y mestizaje forzado, murieron cerca de 70 millones de representantes de estos pueblos. Los datos más seguros han sido recogidos por la socióloga y educadora Moema Viezzer y por el sociólogo e historiador canadiense radicado en Brasil, Marcelo Grondin. El libro, impresionante, con prefacio de Ailton Krenak lleva como título «Abya Yala: genocidio, resistencia y supervivencia de los pueblos originarios de las Américas» (Editora Bambual, Rio de Janeiro 2021). Recoge los datos del genocidio de las dos Américas. Demos un pequeño resumen:
En 1492, cuando llegaron los colonizadores había en el Caribe cuatro millones de indígenas. Años después no había ninguno. Fueron muertos todos, especialmente en Haití.
En 1500 había en México 25 millones de indígenas (aztecas, toltecas y otros); setenta años después quedaban sólo dos millones.
En 1532 poblaban los Andes 15 millones de indígenas; en pocos años quedó sólo un millón.
En América Central en 1492 en Guatemala, Honduras, Belize, Nicaragua, El Salvador, Costa Rica y Panamá había entre 5,6 y 13 millones de indígenas, el 90% de los cuales fueron muertos.
En Argentina, en Chile, en Colombia y en Paraguay murieron, en promedio, en algunos países más y en otros menos, cerca de un millón de indígenas.
Las Antillas menores, como en las Bahamas, Barbados, Curação, Granada, Guadalupe, Trinidad-Tobago e Islas Vírgenes, conocieron el mismo exterminio casi total.
En Brasil, cuando los portugueses atracaron en estas tierras, había cerca de 6 millones de pueblos originarios de decenas de etnias con sus lenguas. El desencuentro violento los redujo a menos de un millón. Hoy, lamentablemente, debido al descuido por parte de las autoridades, ese proceso de muerte continúa, víctimas del coronavirus. Un sabio de la nación yanomami, el pajé Davi Kopenawa, Yanomamy, relata en el libro La Caída del Cielo lo que los chamanes de su pueblo están vislumbrando: que la carrera de la humanidad se dirige hacia su fin.
En Estados Unidos vivían en 1607 cerca de 18 millones de habitantes de pueblos originarios; tiempo después sobrevivían sólo dos millones.
En Canadá había en 1492 dos millones de habitantes originarios, y en 1933 apenas se contaban 120 mil.
El libro no sólo narra esta inconmensurable tragedia, sino especialmente las resistencias y las cúpulas organizadas modernamente entre esos pueblos originarios del sur y del norte de las Américas. Con ello se refuerzan mutuamente, rescatan la sabiduría ancestral de los chamanes, las tradiciones y las memorias.
Una leyenda-profecía expresa el reencuentro de esos pueblos: la del Águila, representando a América el Norte y el Cóndor, a América del Sur. Ambos, engendrados por el Sol y por la Luna, vivían felices volando juntos. Pero el destino los separó. El Águila dominó los espacios y casi llevó al exterminio al Cóndor.
Sin embargo, quiso ese mismo destino que a partir de la década de 1990, al iniciarse las grandes cumbres entre los distintos pueblos originarios del sur y del norte, el Cóndor y el Águila se reencontraran, y empezaran a volar juntos. Del amor de ambos nació el Quetzal de América Central, una de las aves más bellas de la naturaleza, ave de la cosmovisión maya, que expresa la unión del corazón con la mente, del arte con la ciencia, de lo masculino con lo femenino. Es el comienzo del tiempo nuevo de la gran reconciliación de los seres humanos entre sí, como hermanos y hermanas, cuidadores de la naturaleza, unidos por un mismo corazón pulsante y habitando en la misma y generosa Pachamama, la Madre Tierra.
Quién sabe si en medio de las tribulaciones del tiempo presente, en que nuestra cultura ha encontrado sus límites insuperables y se siente urgida a cambiar de rumbo, esta profecía pueda ser la anticipación de un fin bueno para todos. Todavía volaremos juntos, el Águila del Norte con el Cóndor del Sur, bajo la benéfica luz del Sol que nos mostrará el mejor camino.
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