Así un homoafectivo o alguien de otra condición sexual como los LGBT no deben ser discriminados, sino respetados, en primer lugar por ser personas humanas, portadoras de algo sagrado e intocable: una dignidad intrínseca a todo ser con inteligencia, sentimiento y amorosidad; y seguidamente, garantizarle el derecho a ser como es y a vivir su condición sexual, racial o religiosa.
Con acierto dijeron los obispos del mundo entero, reunidos en Roma en el Concilio Vaticano II (1962-1965), en uno de sus más bellos documentos, “Alegría y Esperanza” (Gaudium et Spes): «Cada uno debe respetar al prójimo como “otro yo”, sin excepción de nadie» (nº 27).
En segundo lugar, el reconocimiento del otro implica ver en él un valor en sí mismo, pues al existir, lo hace como único e irrepetible en el universo, y expresa algo del Ser, de aquella Fuente Originaria de energía y de virtualidades ilimitadas de donde procedemos todos (la Energía de Fondo del Universo, la mejor metáfora de lo que significa Dios). Cada uno lleva en sí un poco del misterio del mundo, del cual es parte. Por eso entre el otro y yo se establece un límite que no puede ser transgredido: la sacralidad de cada ser humano y, en el fondo, de cada ser, pues todo lo que existe y vive merece existir y vivir.
El budismo, que no se presenta como una fe sino como una sabiduría, enseña a respetar a cada ser, especialmente al que sufre (la compasión). La sabiduría cotidiana del Feng Shui integra y respeta todos los elementos, los vientos, las aguas, los suelos, los distintos espacios. De igual modo, el hinduismo predica el respeto como no-violencia activa (ahimsa), que encontró en Gandhi su arquetipo referencial.
El cristianismo conoce la figura de San Francisco de Asís, que respetaba a todos los seres: la babosa del camino, la abeja perdida en el invierno en busca de alimento, las plantitas silvestres que el Papa Francisco en su encíclica “sobre el cuidado de la Casa Común”, citando a san Francisco, manda respetar porque, a su modo, también alaban a Dios (nº 12).
En el documento antes mencionado, los obispos amplían el espacio del respeto afirmando: «El respeto debe extenderse a aquellos que en asuntos sociales, políticos y también religiosos, piensan y actúan de manera diferente a la nuestra» (nº 28). Tal llamamiento es de actualidad para nuestra situación brasileña, empapada de intolerancia religiosa (invasión de terreiros de candomblé), intolerancia política, con apelativos irrespetuosos a personas y a actores sociales o de otra lectura de la realidad histórica.
Hemos visto escenas de gran falta de respeto por parte de alumnos contra profesoras y profesores, usando violencia física además de la simbólica, con nombres que ni siquiera nos atrevemos a escribir. Muchos se preguntan: ¿qué madres tuvieron esos alumnos? La pregunta correcta es otra: ¿qué padres han tenido? Corresponde al padre la misión, a veces costosa, de enseñar el respeto, imponer límites y trasmitir valores personales y sociales sin los cuales una sociedad deja de ser civilizada. Actualmente, con el eclipse de la figura del padre, surgen sectores de una sociedad sin padre, y por eso, sin sentido de los límites y del respeto. La consecuencia es el recurso fácil a la violencia, incluso letal, para resolver desavenencias personales, como a veces hemos visto.
Armar a la población, como pretende el actual Presidente brasileño, además de ser irresponsable, sólo favorece la falta peligrosa de respeto y el aumento de la ruptura de todos los límites.
Por último, una de las mayores expresiones de falta de respeto es hacia la Madre Tierra, con sus ecosistemas superexplotados, con la espantosa deforestación de la Amazonía y con la excesiva utilización de agrotóxicos que envenenan suelos, aguas y aires. Esta falta de respeto ecológico puede sorprendernos con graves consecuencias para la vida, la biodiversidad y para nuestro futuro como civilización y como especie.
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