Brasil parece estar viviendo un luto que no termina. La gente anda malhumorada a causa del desempleo, y por las reformas conservadoras que el nuevo gobierno pretende introducir, retirando derechos de los trabajadores y atacando directamente varias políticas sociales que beneficiaban a los más pobres. Los estudiantes universitarios que se sostenían con becas del gobierno han tenido que interrumpir sus estudios. Las reformas en la educación nos remiten a la fase anterior a la Ilustración, en algunos puntos, a la Edad Media. Una sombra oscura pesa sobre el rostro de millones de compatriotas.
Parece que cada día ocurre algo siniestro. Sin duda el gran luto nacional fue el desastre criminal de Brumadinho-MG, en el que, la rotura de la presa de la empresa minera Vale, acabó con cientos de vidas en medio de un tsunami de residuos de metales pesados, barro y agua, contaminando el río por decenas de kilómetros. Luto fue la muerte del conocido periodista Ricardo Boechat, al caer el helicóptero en el que viajaba. Luto fue la muerte de la gran artista, cantora y directora Bibi Berreira. Y otros que podrían ser citados.
Hace poco tiempo abordamos el tema del luto, pero la situación es tan grave que nos invita a darle un cuidado especial. En vez de utilizar la abundante literatura actual que existe sobre el tema, me permito relatar una experiencia personal que puede mostrar mejor la necesidad de cuidar del luto.
En 1981 perdí a una hermana con la que tenía una afinidad especial. Era la última de las hermanas de los 11 hermanos. Era profesora, y una mañana, hacia las 10, estando delante de los alumnos, dio un gran grito y cayó muerta. Misteriosamente, a los 33 años, la aorta se le rompió.
Todos los de la familia, venidos de varias partes del país, quedamos desorientados por el shock fatal. Lloramos y lloramos. Pasamos dos días viendo fotos, entristecidos, recordando hechos de la vida de nuestra querida hermana. Los míos pudieron cuidar del luto y de la pérdida.
Yo tuve que partir poco después hacia Chile, donde tenía que dar conferencias a todos los frailes del Cono Sur. Fui con el corazón partido. Cada charla era un ejercicio de autosuperación. De Chile seguí hacia Italia donde tenía otras charlas, de renovación de la vida religiosa, para toda una congregación.
La pérdida de mi querida hermana me atormentaba como un absurdo insoportable. Comencé a desmayarme dos, tres veces al día, sin una razón física manifiesta. Me tuvieron que llevar al médico. Le conté el drama que estaba pasando. Él intuyó todo y me dijo: «tú todavía no has enterrado a tu hermana ni has guardado el luto necesario; mientras no cuides tu luto y no la sepultes, no vas a mejorar; algo de ti murió con ella y necesita ser resucitado». Cancelé todos los demás programas. En el silencio y la oración cuidé el luto.
A la vuelta, en un restaurante, mientras recordábamos a nuestra hermana querida, mi hermano teólogo Clodovis y yo escribimos en una servilleta de papel esta pequeña reflexión:
«Fueron treinta y tres años, como los de Jesús.
Años de mucho trabajo y sufrimiento
pero también de mucho fruto.
Ella cargaba con el dolor de los otros
en su propio corazón, como un rescate.
Era límpida como la fuente de la montaña,
amable y tierna como la flor del campo.
Tejió, punto por punto, y en silencio,
un brocado precioso.
Dejó dos pequeños, fuertes y hermosos,
y un marido orgulloso de ella.
Feliz tú, Claudia, pues el Señor, al volver,
te encontró de pie, trabajando,
lámpara encendida.
Y tú caíste en su regazo,
para el abrazo infinito de la paz».
Entre sus papeles encontramos esta frase: “Hay siempre un sentido de Dios en todos los acontecimientos humanos: es importante descubrirlo”. Quedó una herida que nunca se cierra, pero integramos el luto. Todavía hoy estamos buscando el sentido de aquella frase misteriosa. Un día se revelará.
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